mariano y paco marhuenda - La Razón ¡¡A que huele!!
Muy cerca de mi casa hay un colegio, de nombre Ernest Hemingway, que enseña una foto fija del momento. Sus lindes son un foso de un castillo a medio hacer, de orines y heces perrunas, más temibles que los viejos cocodrilos que circundaban las antiguas fortalezas.
No es el único repelente para quien quiera entrar, salir o simplemente pasar. Una caja de langostinos vacía vigila las instalaciones desde el 24 de diciembre, aliada con el anticiclón y la falta de lluvia y vientos para mantener su posición por doce días ya como un buen soldado en las playas de Omaha.
Los restos de comilonas adolescentes en un fast food, las ramas de podadores de domingo y las bolsas de desechos orgánicos de tamaño incompatible con el agujero del contenedor y el cerebro de quien la dejó completan un paisaje en el que sólo sobreviven los runners, esa peculiar evolución del ser humano que al alcanzar la cuarentena encuentra razones para disfrazarse de morcilla de burgos a la fuga con la excusa de combatir el colesterol.
Dentro del colegio, esta Pompeya sigue mostrando indicios de la devastadora acción de la lava: hay no menos de veinte balones tirados en una esquina del patio, añorando la patada de un niño y blancos de polvo y hielo blancos como un mantecado de saldo. En las esquinas sin uso del colegio, que dedica más espacio al aparcamiento de los profesores que a las zonas deportivas de los críos, las barricadas de arbustos con plásticos, bolsas de papel, latas y basura en general.
Paso menos tiempo en casa que Belén Esteban en una biblioteca, pero en estas fechas el tiempo se detiene incluso para los que no lo tienen y permite una observación detenido de fenómenos paranormales envueltos en un halo de cotidianeidad: por ejemplo, el servicio de recogida de basuras y limpieza viaria pierde la mitad de su sentido y se limita a lo esencial. Vaciar los contenedores, con una indiferencia reverencial hacia lo que ocurra a siete centímetros de ellos, para solaz de la ya glosada caja de langostinos.
Cuando más necesidad hay, en fin, más prevalece la magia de los servicios mínimos, como en esa tregua célebre entre bandos durante la Primera Guerra Mundial para disfrutar de la Navidad, en este caso cortesía del IBI y los tributos locales.
O, por ejemplo, la misteriosa desaparición de los al menos tres conserjes del colegio, de entrañables lazos familiares con políticos autóctonos, cuyo convenio al parecer excluye un mantenimiento mínimo de las esquinas muertas del centro pero incluye un calendario vacacional similar al de los maestros. Cáspitas, no seamos muy Ebenezer Scrooge y brindemos siempre por el descanso de otros.
Otro de ellos es vecino y también hay que agradecer su contribución a este modesto estudio antropológico. Es probable que dedique incesantes horas al estudio, el aprendizaje de nuevas herramientas pedagógicas, el reciclaje o la corrección de exámenes; pero lo que permite ver al vecindario, quizá para desasnarlo por el incomprendido pero genial método de dar ejemplo dando mal ejemplo, es una triple prueba diaria de incivismo: saca el coche y conduce media calle en dirección contraria, deposita la basura a primera hora de la mañana para que pueda macerarse allí durante doce espléndidas horas y deja hozar en cada esquina a su perro afectado por TDA, cuyo ladrido invita a adquirir los servicios del Benicio del Toro en la película The Hunted.
Un último apunte. Mientras los críos reciben por encargo trabajos manuales dignos de la escuela de La Bauhaus por su complejidad y coste; la información que el colegio expone para padres, madres y cotillas en general avergonzaría al más torpe de los mortales, incluyendo a ése que eligió la entrañable canción "Mami qué será lo que tiene el negro" para secundar la carroza del rey Baltasar en la última cabalgata.
Las "notas informativas", en contraste con la ecléctica síntesis de ingeniería, química, escultura o arquitectura que imponen a los chavales para sacar un cinco; convierten en algo artístico el garabato con su teléfono que los clientes de algunas saunas perpetran en un billete de cincuenta pavos antes de metérselo en el escote a una lumi.
Todo esto no refleja tal vez el mundo, pero la estadística es una ciencia que consagra la coincidencia entre pequeñas muestras y la realidad global a poco que se estudien los patrones. Hay otro igual que convive con el anterior: mientras el colegio mostraba sus vergüenzas sin coronel que lo escriba y los langostinos florecían en las aceras a pesar de los 17 millones de euros invertidos cada año en limpieza viaria; esto es, mientras más de media humanidad vinculada a la Administración Pública disfrutaba del asueto desde el puente de la Constitución prácticamente; la otra mitad seguía levantándose temprano y acudiendo, como empleado de una empresa privada, pequeño comerciante o autónomo, a sortear los embates de la vida.
En mi ciudad, y a estos efectos todas se parecen y todas se parecen a su vez a la de Paul Auster en El país de las últimas cosas, la deuda es de 318 millones de euros. Cada vecino paga una media de 500 euros en impuestos; debe mil y soporta un presupuesto municipal que dedica sólo a personal y deuda casi setecientos.
Con un dato estremecedor: el alcalde gana más que Rajoy y los portavoces de la oposición más que un ministro en una Corporación con 27 concejales y 18 asesores que salen a tres millones de euros por año. Todos estos datos pueden extrapolarlos a su propio edén, en cualquier autonomía, sin que la esencia sea distinta.
Sin ser Einstein ni aspirar a despejar la conjetura matemática de Hodge, la cuenta es sencilla: ni dedicando todo lo que abonas en tributos a financiar la plantilla municipal y la deuda, alcanza. Debes más de lo que no llega ni para empezar a atenderte, que es lo que se recorta para no tocar la estructura.
Esto sí que es una imagen válida para el país que explica por qué, pese a los recortes para el usuario, la deuda pública se mantiene: el ahorro llega contra el ciudadano, pero el gasto se mantiene o incrementa en quien, en teoría, tiene que atenderlo. Es como si en un restaurante te cobraran el plato pero no te sirvieran la comida, anteponiendo que el cocinero y el gerente sigan cobrando su salario y disfrutando de sus libranzas. Humano, sí, ¿pero lo soportarías sine die?
España está llena de este tipo de restaurantes. Toda la Administración lo es, y todo lo que viene como solución para el futuro, ahonda en esa línea de confundir el servicio público con servirse del público; en agotar el presupuesto para el usuario en el coste de la estructura que lo atiende; en llamar Estado de Bienestar al Bienestar del Estado y en esquilmar la productividad agotadora de los once millones de trabajadores por cuenta ajena, los tres de autónomos y las pymes de todos ellos en que exista un colegio que quizá no hace falta para que un barrendero no lo limpie, un conserje no lo cuide o un profesor no lo vea.
Por todo esto en España los resultados educativos son iguales de buenos –o de malos- con independencia del gasto: con el mayor presupuesto –en 2008- y con el mayor recorte –en 2014-, el rendimiento en las aulas recogido por la OCDE y los informes PISA ha sido similar, porque parecido era el destino del gasto, y no precisamente en el alumno: más facultades de las necesarias, más cantidad que calidad, más "cercanía" que capacidad; por esa funesta irresponsabilidad de los dirigentes políticos y esa voracidad gremial de los inquilinos del servicio.
España no tiene remedio mientras no entienda algo tan básico como que el déficit es un cáncer del futuro, como lo es degradar el ecosistema natural; pero sobre todo lo es cuando no obedece ni al sostenimiento de los servicios esenciales ni a su calidad, sino al abrumador aparato administrativo que en nombre del ciudadano se ha creado en cada pueblo, provincia y autonomía.
Por eso es perfectamente compatible tener menores servicios y más caros con engordar la deuda o reducir su presupuesto a efectos de usuario. Y por eso la única solución es pararse, reestructurar sin mantras el gasto público –ay los que se centran en subir los ingresos, qué cara de lechera de cuento tienen-, dejar de explotar a los que no trabajan en la Administración o sus alrededores, aplicar un adelgazamiento sin contemplaciones de la inaceptable grasa pública para reforzar a la vez la sustancia y, por último, dejar que fluya el crédito colapsado ahora por el Estado en unas condiciones decentes a los únicos que pueden generar empleo y riqueza en cualquier país: las empresas.
Como quiera que el remedio más celebrado en estos momentos es el contrario al aquí propuesto –ahí tienen a Podemos prometiendo más empleo públicos - , conviene preguntar en voz si usted curaría una resaca con más vino y si, en su calle o barrio, ha visto escenas similares a las aquí descritas.
Si ha hecho amistad con una caja de crustáceos ya integrada en el paisaje, si su colegio también parece la mansión de Rebeca medio siglo después de la muerte de Rebeca, si se pregunta por qué paga como nunca y recibe menos que siempre; permítase pensar si, tal vez, en estas líneas haya algo de razón.
La otra opción es que se sume a la fiesta, como mi admirado vecino y su perrito con TDA, y ahogado por el escepticismo encuentre la manera de no pagar usted las copas del resto mientras engorrina el paisaje sintiendo que no va a ser usted el único idiota que cumpla. Como esto no es presentable, ¿qué tal si para 2015 empezamos a defender lo público por el inaplazable método de fiscalizar de verdad cuánto cuesta, cómo funciona, en qué se lo gasta, para qué sirve, dónde sobra y dónde falta?
Creer que la manoseada etiqueta de "servicio público" equivale sin más a que es "de todos", como verdad infalible e incuestionable, sólo presagia una ruina general: la que en estas fechas probablemente haya visto mientras usted se partía el lomo a trabajar.
Puesto que llevo lustros hablando de la podredumbre del sistema de castas, suscribo lo escrito por Antonio
Por ultimo: Qué coño hace mariano en Andorra. ¿De tiendas o de bancos?
Angel Velazquez
esmarconi@hotmail.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario